Cuando el "Caballo
Verde" salió del puerto de Santa Isabel, el noble anciano, apoyado de
codos en la pasarela del paquete, cargado de negros hediondos y pirámides de
bananas, me dijo al mismo tiempo que miraba entristecido cómo la isla de
Fernando Poo empequeñecía a la distancia:
-¡Cómo ha cambiado todo
esto! ¡Cuánto! Y de qué modo!
Clavé los ojos en el
rostro del noble anciano, que en su juventud había sido un conspicuo bandido, y
moví también la cabeza, como si participara de sus sentimientos. El viejo
continuó:
-Fue allá por el año 80.
Entonces no existía el puerto que usted ha visto ni la catedral con sus dos
torres de cemento, ni el hospital, ni la Escuela de Artes e Industrias, ni
alumbrado eléctrico en la calle de Sacramento, ni negros en bicicleta. No. Nada
de eso existía.
Fijé la mirada en el lomo
de una ballena que se sumergía y luego lanzaba un surtidor de agua al espacio,
pero el viejo bandido no vio a la ballena. Su mirada estaba detenida en el pasado.
Emocionado, prosiguió:
-Cuando llegué a Fernando
Poo, la aduana era una valla de bambú y la Casa de Gobierno una choza al pie de
la colina. Algunos
indígenas descalzos, embutidos en fracs donde habían zurcido charreteras de oro
y sombreros de copa, desempeñaban funciones burocráticas con un puñal en el
cinto y un paraguas en la mano
En el mismo paraje donde se levanta hoy la catedral de Santa
Isabel conocí al rey de los bupíes, un granuja pintado de ocre amarillo que se
pavoneaba, semidesnudo, por el islote, cubierto con un sombrero de mujer y diez
collares de vértebras de serpiente colgando del cuello. Cuando comía en
presencia de forasteros, una de sus mujeres, de rodillas frente a él, soportaba
en sus manos el plato de madera, en el cual él y yo hundíamos los dedos para
recoger puñados de arroz, que antes de comer apelmazábamos en una bola, porque
ésa era la costumbre.
El noble anciano movió la
cabeza.
-¡Cuánto, cuánto ha
cambiado todo esto! África ya no es África. África ha muerto, mi querido joven.
No respondí palabra,
aunque me halagó el epíteto de joven. La costa de la isla se alejaba; las cimas
cobrizas del cráter de San Agustín y el pico de Rosa Gándara superponían sus
moles triangulares en el horizonte; la bola de fuego del sol naufragaba en un
mar ígneo de vellones escarlatas.
Súbitamente la inmensidad
atlántica pareció inflamarse en rojo de piedra, el rojo subió por los flancos
del "Caballo Verde", bajó a los puentes; los negros parecían diablos
hacinados en una caldera, las pirámides de plátanos irradiaban una atmósfera
bermeja y la isla de Fernando Poo, ennegrecida en un juego de contraluces, en
este fondo de fuego, quedó reteñida de violeta. Mágicamente sus valles
aparecieron cargados de brumas violetas, sus montes tallados en bloques de
terciopelo violeta, y de pronto, por el rostro del noble anciano, rodaron dos
lágrimas, a las que el reflejo del Atlántico rojo dio apariencias de lágrimas
de sangre. Luego, bruscamente, se hizo la noche. El tantán de los negros resonó a bordo del
"Caballo Verde"; una luna perlática fosforeció en la inmensidad entre
enormes estrellas rebosantes de temblorosas luces, y el noble anciano que en su
juventud había sido un conspicuo bandido dijo, mientras vertía sobre el hielo
de su copa el oro de un whisky viejo:
-Esta tarde me acordé de
mi primer viaje al valle de Moka. Yo tenía dieciocho años. Todo ocurrió en la
primavera del año 80. Mi
choza de ramas y techo de hojas de palma se levantaba en la isla de Leben. Allí
me dedicaba a vivir desnudo en las caletas. Una mañana, como de costumbre, mi
criado Alí me despertó con sus palabras rituales:
"-Que tu día sea
bendecido...
"Alí era un
chiquillo de quince años, que yo encontré vagabundeando, muerto de hambre en
las orillas del Río de Oro. Cuando tropecé con él andaba descalzo, su turbante
era un trapo indecente y su chilaba hubiese avergonzado a un mendigo del Zoco.
A cambio de esta pobreza de bienes terrenales, Alí era valiente como un tigre y
docto como un ulema, pues hablaba holandés y un montón de dialectos africanos.
Contra la seca carne de su pecho guardaba un puñal.
"Adecenté a Alí
dentro de la posibilidad de mis recursos, y me lo llevé a la isla de Leben, en la de Fernando Poo.
"Ahora estaba frente
a mí, más perezoso y adormilado que nunca, rezongando con la boca abierta por
un bostezo:
"-Que tu día sea
bendecido. Allí están los hombres que te conducirán a Moka.
"Hacía varios días
le había manifestado a Alí que quería visitar el valle de Moka. El valle de
Moka, antes que lo estropearan los blancos, era un paraíso de helechos, en cuyo
centro una fuente de agua hirviente dejaba escapar vapores venenosos que
mataban a los pájaros que cometían la imprudencia de entrar en la atmósfera de
sus emanaciones de óxido de carbono. Los negros bupíes decían que el diablo
vivía en el valle de Moka.
"En cierto modo, mi
aventura era descabellada, porque el calor arreciaba cada día más. Lluvias
constantes sucedían a soles de fuego, pero yo estaba dispuesto a toda costa a
entrenarme en la vida salvaje de los bosques tropicales, pues tenía el proyecto
de asaltar el próximo invierno un importante banco de Calcuta y de huir a
través de la selva; mas, precisamente, para huir a través de la selva había que
conocer la selva, estar familiarizado con sus peligros, con sus hombres, con su
misterio.
"Tal es la razón por
la que yo me veía en marcha ahora, a través de un bosque tupido, en compañía de
un pillete mahometano y cuatro salvajes auténticos. Estos tenían el rostro
rayado de cicatrices horizontales. Marchaban en fila india, completamente
desnudos, mostrando vientres enormes en cuerpos flaquísimos, con collares de
vértebras de serpiente en torno del cuello, para librarse del mal de ojo de los
genios malignos de la
selva. Sobre sus cabezas motudas cargaban las bolsas de
arroz, cacao y café que necesitábamos para sobrevivir en medio de la selva. También
llevábamos algunas botellas de pólvora para los jefes salvajes que
encontráramos en el camino. Yo iba armado con una magnífica carabina, revólver
y puñal. Mi proyecto era meter a los indígenas en el valle de Moka y obligarlos
a cruzar el valle en dirección contraria a la que habían venido, aprendizaje
que tenía que ser rico en experiencias para mí y Alí, a quien pensaba convertir
en un eficiente ayudante de bandido.
"Durante los primeros
días de viaje, quiero decir, las primeras horas, el paisaje me extasió
violentamente. Mis hombres, unos con yataganes prehistóricos, otros con hachas
de extraña procedencia, se abrían paso entre la cortina vegetal que filtraba en
verde la luz solar. Había momentos que parecíamos buzos en el fondo del mar,
tan perfecta era la atmósfera verde en la cual nos movíamos constantemente.
Nuestra pequeña caravana era acompañada por los arrullos de las palomas
silvestres, las voces atroces de los papagayos, los ronquidos de los filicoti,
los chillidos de los monos, que se desgañitaban, huyendo rápidamente por las
ramas más altas.
"Alí, contra su
costumbre de irme pisando los talones y de adularme conscientemente en cuanto
sospechaba que pudiera agradarme, caminaba ahora junto a los bupíes, que tal es
el nombre de los salvajes de Poo, melancólicamente agobiado.
"Atribuí su silencio
a que estaba fatigado, como yo también comenzaba a estarlo de caminar
continuamente sobre una crujiente alfombra de hojas secas o podridas, cuyos
vahos penetraban por las narices hasta martillear su neuralgia en las sienes. A
veces levantaba la cabeza; allá arriba, muy alto, se veía la cúpula de los
árboles cuyo nombre ignoraba, pero cuyo tronco áspero o lustroso, de hojas
gruesas o transparentes soportaba desde sus ramas en arco innumerables bejucos,
manchados de estrellas escarlatas o de cálices blancos.
"De pronto Alí me
hizo una señal. Me acerqué a él y dijo:
"-Estos perros
enemigos del Profeta saben que estoy enfermo.
"Lo miré,
sorprendido, a él y a los cargueros.
"Efectivamente, los
bupíes debían sospechar la naturaleza de la enfermedad de Alí, porque hablaban
vivamente entre ellos. Llevé mi mano a la frente de Alí. Quemaba de fiebre. Le
tomé el pulso. Su corazón parecía querer saltar del pecho.
"-Hagamos alto
-dije. Di a los hombres que busquen hojas de palma, que nos quedaremos aquí
hasta mañana.
"Alí habló con los
indígenas; éstos dejaron sus cargas en el suelo y se apartaron para recoger
hojas de palma con que techar la choza que tenían que fabricar.
"Alí se dejó caer en
el suelo y entrecerró los ojos. Así permaneció durante una hora. Lejos se
escuchaban los voces de los cargueros bupíes. Alí, con la cabeza apoyada en el
tronco, dormitaba. De pronto se puso de pie, arrojó un grito, echó a correr,
golpeó de cara en un árbol y cayó. Por momentos un estremecimiento sacudía su
cuerpo. Me incliné sobre él para examinarlo, y entonces, allí en su brazo
amarillento, vi una ligera mancha escarlata que extendía sus arabescos.
"Me retiré
estremecido.
"No quedaba duda.
Alí estaba bajo la acción del primer ataque de la enfermedad del sueño.
"Como si mi
descubrimiento hubiera aterrorizado a la naturaleza que me rodeaba, un silencio
imponente pesaba en el bosque. Las voces de los bupíes no se escuchaban ya.
"Aturdido por la
sorpresa, me senté en el tronco de un árbol derribado por el rayo. ¿No estaría
yo también infectado? No podía ignorar las consecuencias de esta terrible
enfermedad tan contagiosa como incurable. En el Congo, más de una vez me había
encontrado con negros encadenados por el pescuezo a recios árboles para que no
pudieran deambular a través de los poblados propagando su peste. Allá, en el
fondo de la maleza, una tarde, no lejos del Río de Oro, descubrí un alucinante
grupo de negras y negros en distintas etapas de la enfermedad. Algunos
durmiendo, con la piel pegada a los huesos, otros con los párpados tan
inflamados que apenas podían mante-nerlos abiertos. Algunos, semiincorporados
como espectros de ceniza, pedían limosna desde su lecho de hojas secas. Otros,
completamente inmóviles, pegados al suelo, con las piernas encogidas, parecían
momificados en su extremísima demacración. Nubes de mosquitos se cernían sobre
sus cuerpos de muertos vivos.
"¿Qué hacer?
"Si yo abandonaba a
Alí en el bosque, lo devorarían las fieras, las hormigas gigantes, los buitres.
Si lo llevaba conmigo, me infectaba, si ya no lo estaba. ¿Qué hacer? Alí estaba
perdido, y yo también, quizá, estaba perdido. De los bupíes no se escuchaba una
sola voz. Nos habían abandonado, aterrorizados por la enfermedad cuya
peligrosidad conocían.
"Tomé mi revólver,
me acerqué a Alí y le encañoné cuidadosamente la cabeza. Sonó un
estampido. Alí no sufriría más.
"Ahora lo que yo
tenía que hacer era volver a Leben. Hacía siete horas que habíamos salido del
islote; la noche estaría próxima. Pasaría la noche en la selva, y al día
siguiente regresaría por el camino que habían abierto las hachas y yataganes de
los bupíes.
"Dando un rodeo en
torno del cadáver de Alí, me acerqué al lugar donde los indigenas habían
abandonado las bolsas de provisiones; preparé un poco de cacao, y deshecho por
la fatiga, pensando torpemente que yo podía estar también enfermo de la
enfermedad del sueño, apoyé la cabeza en una bolsa, y bajo la oscuridad del
ramaje me quedé dormido.
"Un grito espantoso
me despertó en la noche.
"Me puse de pie en la oscuridad. Estaba
rodeado de ramas de árboles sobre las que se movían lentejuelas fosforescentes.
Eran las pupilas de los pájaros que reflejaban en su fondo la luz de la luna,
invisibles desde el lugar donde yo vigilaba.
"Me estremecí en mi
mojadura de rocío. Ni un grito ni una voz en el bosque, donde tan espantoso
aullido había estallado. Por momentos se oía el crujido que provocaba una
ardilla al deslizarse sobre las hojas secas, o el roce de un reptil al
deslizarse.
"Me tomé el pulso.
El corazón marchaba perfectamente.
"El bosque
permanecía en un silencio total, un silencio como el que provoca la presencia
de un ser vivo entre las bestias. Sin embargo, nada denunciaba al hombre ni al
salvaje, como no ser este silencio festoneado en reflejos amarillos.
"Sin embargo, un
grito terrible, allí cerca, había venido a despertarme. ¿Quién era el que había
gritado?
"La noche debía
estar avanzada, porque arriba, entre las ramas de los árboles, las grandes
estrellas próximas parecían flotar en un estanque de agua. Cautelosamente me
senté en el suelo y me puse a esperar la llegada del día. Pensé que me sobraba
razón cuando pensaba que para fugarse a través de la selva había que estar
entrenado. No nos habíamos apartado nada más que unas horas de la orilla del
agua, y ya se presentaban dificultades insuperables.
"Otra vez me quedé
dormido. Cuando desperté, el sol estaba alto. De pronto me llamó la atención un
grupo de monos chillando en la copa de un árbol, señalándose los unos a los
otros, como seres humanos, algo que yo no podía ver desde el lugar en que me
encontraba. Recordé el grito de la noche y trepé a un árbol para escudriñar.
"Desde la rama más
alta, donde ya me había encaramado, sólo se distinguía una especie de plazoleta
o claro en el bosque. Nada más. Sin embargo, los monos chillaban y se mostraban
algo que yo no podía ver. Bajé del árbol y comencé a cortar entre los bejucos
de la cortina vegetal un camino hacia el claro misterioso. Trabajaba
alegremente, a pesar de la terrible temperatura que hacía, porque pensaba que
esa disposición para el trabajo indicaba que todavía yo no estaba infectado por
la enfermedad del sueño.
"Finalmente llegué a
la plazoleta.
"Allí, en un claro,
a ras del suelo, se veía la cabeza de una negra dormida o muerta, puesto que
estaba con los ojos cerrados. Parecía aquella una cabeza cortada dejada
expresamente en el suelo. A unos metros de la cabeza, separada del brazo, se
veía la mano derecha de la
negra. Había sido cortada de un hachazo.
"El cuerpo de la
negra estaba enterrado en el suelo hasta el mentón.
"Comprendí.
"El castigo que los
bupíes infligían a las mujeres que cometían el delito de adulterio o que
abandonaban el bosque para vivir con un extranjero. Me incliné sobre la negra. Ofrecía un
espectáculo extraño esa cabeza con los ojos cerrados a ras del suelo. Levanté
un párpado de la cabeza. La
negra estaba viva.
"Miré en derredor.
La tribu que la castigó allí, a poca distancia, había dejado olvidada una
paleta de madera. Corrí a la pala y comencé a quitar la tierra del hoyo en el
que la negra viva estaba enterrada. El sudor corría a grandes chorros por mi
cuello. Yo descargaba y descargaba paletadas de tierra, y la negra no abría sus
ojos. Le toqué la frente.
Se consumía de fiebre. Finalmente, evitando herirle el
cuerpo, abrí el hoyo y conseguí retirar a la negra aun viva de su sepultura.
Los negros que la mutilaron le habían envuelto el muñón en hierbas, a fin de
evitar la hemorragia y prolongar así su agonía. Cargué a la negra sobre mi
espalda. Era una muchacha joven y bonita. La llevé hasta mi campamento, a la
orilla de la fuente, y le eché un poco de agua entre los labios.
"Yo no era un
sentimental; estaba acostumbrado a considerar al negro al mismo nivel que a la
bestia, pero esta negra de cara romboidal, joven y ya martirizada, despertó mi
piedad. Tres días después que la retiré de su sepultura abrió los ojos. Me
miró, sonrió, y luego volvió a cerrarlos. Finalmente reaccionó, y por uno de
aquellos milagros casi incomprensibles, su brazo mutilado se cicatrizó.
"Yo trabajaba
alegremente para salvar la vida de Bokapi. Trabajaba alegremente como un
esclavo porque esa constante disposición para trabajar me indicaba que yo no
estaba infectado por la enfermedad del sueño. Creo que fue la primera vez en mi
vida que trabajé. Había que buscar agua, preparar el arroz, ahuyentar de la
cabaña toda clase de bicharracos: langostas, gorgojos, hormigas, grillos,
caballos del diablo. Un día recuerdo que maté una araña negra y peluda, grande
como un cangrejo. Oscilando sobre sus patas de camello se aproximaba a Bokapi,
que dormía.
"Finalmente Bokapi
me contó el origen de sus desventuras. Su pecado consistía en haberse ido a
vivir con un mestizo.
"La cosa ocurrió
así:
"Entonces cada tres
meses, llegaba un buque al puerto de Santa Isabel. La llegada del buque se
festejaba con una fiesta fantástica. En la costa de la selva, entre las cañas
de azúcar y los plátanos, se formaban danzones de negros. Corrían latas de
aguardiente tenebroso, fuego vivo que trocaba el danzón en una orgía de la cual
también participaban los blancos. En una de estas fiestas conoció ella al
mestizo Juan, lo amó y se fue a vivir con él en las proximidades de la empalizada
de bambú.
"El mestizo la amaba
cuanto puede amar un mestizo y no le pegaba nunca, ni por la noche ni por el
día. Pero a pesar de estas virtudes, el mestizo se enfermó. Inútilmente lo
atendió el marinero que era el jefe de la aduana, y después el hechicero del
poblado más próximo. El mestizo murió como Dios manda, y Bokapi se quedó sola.
"La tribu en el
bosque no se había olvidado de su deserción. Una tarde que Bokapi corrió hasta
el bosque a buscar una gallina, recibió un golpe en la cabeza. Cuando
despertó estaba tendida en el suelo. La habían despojado de sus ropas; algunos
bupíes armados de bambú aguardaban el momento de su suplicio. Primero un
hechicero viejo, envuelto en innumerables vueltas de vértebras de serpiente y
con la cabeza adornada de cuernos de antílope, le había lanzado torrente de
imprecaciones; después, un grupo de viejas la flageló con látigos de bejucos
hasta que Bokapi se desmayó. Cuando recobró el conocimiento estaba oprimida por
un corsé frío que la paralizaba toda entera. Se reconoció enterrada viva, con
la cabeza a ras del suelo y un brazo fuera, sobre la tierra. Silenciosamente
danzaban en torno de ella sombras lujuriosas; de pronto las sombras se
detuvieron; el hechicero levantó el hacha y la dejó caer.
"El tremendo grito
que me había despertado fue lanzado por Bokapi al sentir la mano cortada.
"Conocí entonces la
naturaleza negra.
"Si Bokapi había
amado al mestizo, a mí me adoraba. Cuando pudo caminar y valerse, cuanta
atención le sugería su imaginación para demostrarme su amor y gratitud la ponía
en práctica. Si yo entraba en la choza, ella se ponía de rodillas y besaba el
suelo que pisaba. Luego corría a ofrecerme licor de plátano, que sabía
preparar, o solomillos de rata gigante, que se ingeniaba para atrapar. Cuando
yo dormía, ella, de pie a mi lado, movía constantemente unas hojas de palma
para renovar el aire en torno de mi rostro. Yo pensaba ahora que no me
dedicaría a ser bandido ni intentaría robar el banco de mi proyecto. Viviría
para siempre con Bokapi en la isla de Leben, y Bokapi trabajaría para mí, y yo
no haría nada más que bañarme en las caletas y dormir en los arenales.
"Finalmente
abandonamos la selva.
"El camino que
algunas semanas antes habían abierto sus salvajes hermanos estaba borrado. Sin
embargo, Bokapi se orientaba en la selva con naturalidad asombrosa. Tres días
demoramos en llegar a los acantilados, y cuando estábamos por salir de la
floresta entre cuyos claros se distinguían los cocoteros de los arenales,
ocurrió lo imprevisto.
"Bokapi y yo
caminábamos tranquilamente, cuando, de pronto, ella me apretó el brazo,
deteniéndome.
"A cinco metros de
nosotros, desenvolviendo sus pesados aros amarillos, irritada, nos miraba una
boa. Su cabeza triangular se dirigía a nosotros con la lengua bífida ondulando
de furor fuera de la escamosa boca.
"Me paralizó un frío
mortal. No podíamos escapar. Íbamos a perecer los dos. Bokapi lo comprendió, se
despidió de mí con una mirada y rápidamente se lanzó a la boa.
"¡Quién pudiera
contar la inútil lucha de la negra con la boa! Yo vi cómo Bokapi, con su único
brazo libre, intentó tomar la garganta de la boa; vi cómo los anillos de la
terrible serpiente prensaban sus piernas y su pecho; vi cómo Bokapi clavó los
dientes en el lomo de la boa con tan furiosa mordedura, que súbitamente la boa
duplicó su presión. Y Bokapi ya no se movió.
"Entonces, a la
vista de la playa, entré al bosque y me puse a llorar como una criatura. La
selva era terrible."
1.019. Arlt (Roberto)