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lunes, 31 de diciembre de 2012

Accidentado paseo a moka

Cuando el "Caballo Verde" salió del puerto de Santa Isabel, el noble anciano, apoyado de codos en la pasarela del paquete, cargado de negros hediondos y pirámides de bananas, me dijo al mismo tiempo que miraba entristecido cómo la isla de Fernando Poo empequeñecía a la distancia:
-¡Cómo ha cambiado todo esto! ¡Cuánto! Y de qué modo!
Clavé los ojos en el rostro del noble anciano, que en su juventud había sido un conspicuo bandido, y moví también la cabeza, como si participara de sus sentimientos. El viejo continuó:
-Fue allá por el año 80. Entonces no existía el puerto que usted ha visto ni la catedral con sus dos torres de cemento, ni el hospital, ni la Escuela de Artes e Industrias, ni alumbrado eléctrico en la calle de Sacramento, ni negros en bicicleta. No. Nada de eso existía.
Fijé la mirada en el lomo de una ballena que se sumergía y luego lanzaba un surtidor de agua al espacio, pero el viejo bandido no vio a la ballena. Su mirada estaba detenida en el pasado. Emocionado, prosiguió:
-Cuando llegué a Fernando Poo, la aduana era una valla de bambú y la Casa de Gobierno una choza al pie de la colina. Algunos indígenas descalzos, embutidos en fracs donde habían zurcido charreteras de oro y sombreros de copa, desempeñaban funciones burocráticas con un puñal en el cinto y un paraguas en la mano En el mismo paraje donde se levanta hoy la catedral de Santa Isabel conocí al rey de los bupíes, un granuja pintado de ocre amarillo que se pavoneaba, semidesnudo, por el islote, cubierto con un sombrero de mujer y diez collares de vértebras de serpiente colgando del cuello. Cuando comía en presencia de forasteros, una de sus mujeres, de rodillas frente a él, soportaba en sus manos el plato de madera, en el cual él y yo hundíamos los dedos para recoger puñados de arroz, que antes de comer apelmazábamos en una bola, porque ésa era la costumbre.
El noble anciano movió la cabeza.
-¡Cuánto, cuánto ha cambiado todo esto! África ya no es África. África ha muerto, mi querido joven.
No respondí palabra, aunque me halagó el epíteto de joven. La costa de la isla se alejaba; las cimas cobrizas del cráter de San Agustín y el pico de Rosa Gándara superponían sus moles triangulares en el horizonte; la bola de fuego del sol naufragaba en un mar ígneo de vellones escarlatas.
Súbitamente la inmensidad atlántica pareció inflamarse en rojo de piedra, el rojo subió por los flancos del "Caballo Verde", bajó a los puentes; los negros parecían diablos hacinados en una caldera, las pirámides de plátanos irradiaban una atmósfera bermeja y la isla de Fernando Poo, ennegrecida en un juego de contraluces, en este fondo de fuego, quedó reteñida de violeta. Mágicamente sus valles aparecieron cargados de brumas violetas, sus montes tallados en bloques de terciopelo violeta, y de pronto, por el rostro del noble anciano, rodaron dos lágrimas, a las que el reflejo del Atlántico rojo dio apariencias de lágrimas de sangre. Luego, bruscamente, se hizo la noche. El tantán de los negros resonó a bordo del "Caballo Verde"; una luna perlática fosforeció en la inmensidad entre enormes estrellas rebosantes de temblorosas luces, y el noble anciano que en su juventud había sido un conspicuo bandido dijo, mientras vertía sobre el hielo de su copa el oro de un whisky viejo:
-Esta tarde me acordé de mi primer viaje al valle de Moka. Yo tenía dieciocho años. Todo ocurrió en la primavera del año 80. Mi choza de ramas y techo de hojas de palma se levantaba en la isla de Leben. Allí me dedicaba a vivir desnudo en las caletas. Una mañana, como de costumbre, mi criado Alí me despertó con sus palabras rituales:
"-Que tu día sea bendecido...
"Alí era un chiquillo de quince años, que yo encontré vagabundeando, muerto de hambre en las orillas del Río de Oro. Cuando tropecé con él andaba descalzo, su turbante era un trapo indecente y su chilaba hubiese avergonzado a un mendigo del Zoco. A cambio de esta pobreza de bienes terrenales, Alí era valiente como un tigre y docto como un ulema, pues hablaba holandés y un montón de dialectos africanos. Contra la seca carne de su pecho guardaba un puñal.
"Adecenté a Alí dentro de la posibilidad de mis recursos, y me lo llevé a la isla de Leben, en la de Fernando Poo.
"Ahora estaba frente a mí, más perezoso y adormilado que nunca, rezongando con la boca abierta por un bostezo:
"-Que tu día sea bendecido. Allí están los hombres que te conducirán a Moka.
"Hacía varios días le había manifestado a Alí que quería visitar el valle de Moka. El valle de Moka, antes que lo estropearan los blancos, era un paraíso de helechos, en cuyo centro una fuente de agua hirviente dejaba escapar vapores venenosos que mataban a los pájaros que cometían la imprudencia de entrar en la atmósfera de sus emanaciones de óxido de carbono. Los negros bupíes decían que el diablo vivía en el valle de Moka.
"En cierto modo, mi aventura era descabellada, porque el calor arreciaba cada día más. Lluvias constantes sucedían a soles de fuego, pero yo estaba dispuesto a toda costa a entrenarme en la vida salvaje de los bosques tropicales, pues tenía el proyecto de asaltar el próximo invierno un importante banco de Calcuta y de huir a través de la selva; mas, precisamente, para huir a través de la selva había que conocer la selva, estar familiarizado con sus peligros, con sus hombres, con su misterio.
"Tal es la razón por la que yo me veía en marcha ahora, a través de un bosque tupido, en compañía de un pillete mahometano y cuatro salvajes auténticos. Estos tenían el rostro rayado de cicatrices horizontales. Marchaban en fila india, completamente desnudos, mostrando vientres enormes en cuerpos flaquísimos, con collares de vértebras de serpiente en torno del cuello, para librarse del mal de ojo de los genios malignos de la selva. Sobre sus cabezas motudas cargaban las bolsas de arroz, cacao y café que necesitábamos para sobrevivir en medio de la selva. También llevábamos algunas botellas de pólvora para los jefes salvajes que encontráramos en el camino. Yo iba armado con una magnífica carabina, revólver y puñal. Mi proyecto era meter a los indígenas en el valle de Moka y obligarlos a cruzar el valle en dirección contraria a la que habían venido, aprendizaje que tenía que ser rico en experiencias para mí y Alí, a quien pensaba convertir en un eficiente ayudante de bandido.
"Durante los primeros días de viaje, quiero decir, las primeras horas, el paisaje me extasió violentamente. Mis hombres, unos con yataganes prehistóricos, otros con hachas de extraña procedencia, se abrían paso entre la cortina vegetal que filtraba en verde la luz solar. Había momentos que parecíamos buzos en el fondo del mar, tan perfecta era la atmósfera verde en la cual nos movíamos constantemente. Nuestra pequeña caravana era acompañada por los arrullos de las palomas silvestres, las voces atroces de los papagayos, los ronquidos de los filicoti, los chillidos de los monos, que se desgañitaban, huyendo rápidamente por las ramas más altas.
"Alí, contra su costumbre de irme pisando los talones y de adularme conscientemente en cuanto sospechaba que pudiera agradarme, caminaba ahora junto a los bupíes, que tal es el nombre de los salvajes de Poo, melancólicamente agobiado.
"Atribuí su silencio a que estaba fatigado, como yo también comenzaba a estarlo de caminar continuamente sobre una crujiente alfombra de hojas secas o podridas, cuyos vahos penetraban por las narices hasta martillear su neuralgia en las sienes. A veces levantaba la cabeza; allá arriba, muy alto, se veía la cúpula de los árboles cuyo nombre ignoraba, pero cuyo tronco áspero o lustroso, de hojas gruesas o transparentes soportaba desde sus ramas en arco innumerables bejucos, manchados de estrellas escarlatas o de cálices blancos.
"De pronto Alí me hizo una señal. Me acerqué a él y dijo:
"-Estos perros enemigos del Profeta saben que estoy enfermo.
"Lo miré, sorprendido, a él y a los cargueros.
"Efectivamente, los bupíes debían sospechar la naturaleza de la enfermedad de Alí, porque hablaban vivamente entre ellos. Llevé mi mano a la frente de Alí. Quemaba de fiebre. Le tomé el pulso. Su corazón parecía querer saltar del pecho.
"-Hagamos alto -dije. Di a los hombres que busquen hojas de palma, que nos quedaremos aquí hasta mañana.
"Alí habló con los indígenas; éstos dejaron sus cargas en el suelo y se apartaron para recoger hojas de palma con que techar la choza que tenían que fabricar.
"Alí se dejó caer en el suelo y entrecerró los ojos. Así permaneció durante una hora. Lejos se escuchaban los voces de los cargueros bupíes. Alí, con la cabeza apoyada en el tronco, dormitaba. De pronto se puso de pie, arrojó un grito, echó a correr, golpeó de cara en un árbol y cayó. Por momentos un estremecimiento sacudía su cuerpo. Me incliné sobre él para examinarlo, y entonces, allí en su brazo amarillento, vi una ligera mancha escarlata que extendía sus arabescos.
"Me retiré estremecido.
"No quedaba duda. Alí estaba bajo la acción del primer ataque de la enfermedad del sueño.
"Como si mi descubrimiento hubiera aterrorizado a la naturaleza que me rodeaba, un silencio imponente pesaba en el bosque. Las voces de los bupíes no se escuchaban ya.
"Aturdido por la sorpresa, me senté en el tronco de un árbol derribado por el rayo. ¿No estaría yo también infectado? No podía ignorar las consecuencias de esta terrible enfermedad tan contagiosa como incurable. En el Congo, más de una vez me había encontrado con negros encadenados por el pescuezo a recios árboles para que no pudieran deambular a través de los poblados propagando su peste. Allá, en el fondo de la maleza, una tarde, no lejos del Río de Oro, descubrí un alucinante grupo de negras y negros en distintas etapas de la enfermedad. Algunos durmiendo, con la piel pegada a los huesos, otros con los párpados tan inflamados que apenas podían mante-nerlos abiertos. Algunos, semiincorporados como espectros de ceniza, pedían limosna desde su lecho de hojas secas. Otros, completamente inmóviles, pegados al suelo, con las piernas encogidas, parecían momificados en su extremísima demacración. Nubes de mosquitos se cernían sobre sus cuerpos de muertos vivos.
"¿Qué hacer?
"Si yo abandonaba a Alí en el bosque, lo devorarían las fieras, las hormigas gigantes, los buitres. Si lo llevaba conmigo, me infectaba, si ya no lo estaba. ¿Qué hacer? Alí estaba perdido, y yo también, quizá, estaba perdido. De los bupíes no se escuchaba una sola voz. Nos habían abandonado, aterrorizados por la enfermedad cuya peligrosidad conocían.
"Tomé mi revólver, me acerqué a Alí y le encañoné cuidadosamente la cabeza. Sonó un estampido. Alí no sufriría más.
"Ahora lo que yo tenía que hacer era volver a Leben. Hacía siete horas que habíamos salido del islote; la noche estaría próxima. Pasaría la noche en la selva, y al día siguiente regresaría por el camino que habían abierto las hachas y yataganes de los bupíes.
"Dando un rodeo en torno del cadáver de Alí, me acerqué al lugar donde los indigenas habían abandonado las bolsas de provisiones; preparé un poco de cacao, y deshecho por la fatiga, pensando torpemente que yo podía estar también enfermo de la enfermedad del sueño, apoyé la cabeza en una bolsa, y bajo la oscuridad del ramaje me quedé dormido.
"Un grito espantoso me despertó en la noche.
"Me puse de pie en la oscuridad. Estaba rodeado de ramas de árboles sobre las que se movían lentejuelas fosforescentes. Eran las pupilas de los pájaros que reflejaban en su fondo la luz de la luna, invisibles desde el lugar donde yo vigilaba.
"Me estremecí en mi mojadura de rocío. Ni un grito ni una voz en el bosque, donde tan espantoso aullido había estallado. Por momentos se oía el crujido que provocaba una ardilla al deslizarse sobre las hojas secas, o el roce de un reptil al deslizarse.
"Me tomé el pulso. El corazón marchaba perfectamente.
"El bosque permanecía en un silencio total, un silencio como el que provoca la presencia de un ser vivo entre las bestias. Sin embargo, nada denunciaba al hombre ni al salvaje, como no ser este silencio festoneado en reflejos amarillos.
"Sin embargo, un grito terrible, allí cerca, había venido a despertarme. ¿Quién era el que había gritado?
"La noche debía estar avanzada, porque arriba, entre las ramas de los árboles, las grandes estrellas próximas parecían flotar en un estanque de agua. Cautelosamente me senté en el suelo y me puse a esperar la llegada del día. Pensé que me sobraba razón cuando pensaba que para fugarse a través de la selva había que estar entrenado. No nos habíamos apartado nada más que unas horas de la orilla del agua, y ya se presentaban dificultades insuperables.
"Otra vez me quedé dormido. Cuando desperté, el sol estaba alto. De pronto me llamó la atención un grupo de monos chillando en la copa de un árbol, señalándose los unos a los otros, como seres humanos, algo que yo no podía ver desde el lugar en que me encontraba. Recordé el grito de la noche y trepé a un árbol para escudriñar.
"Desde la rama más alta, donde ya me había encaramado, sólo se distinguía una especie de plazoleta o claro en el bosque. Nada más. Sin embargo, los monos chillaban y se mostraban algo que yo no podía ver. Bajé del árbol y comencé a cortar entre los bejucos de la cortina vegetal un camino hacia el claro misterioso. Trabajaba alegremente, a pesar de la terrible temperatura que hacía, porque pensaba que esa disposición para el trabajo indicaba que todavía yo no estaba infectado por la enfermedad del sueño.
"Finalmente llegué a la plazoleta.
"Allí, en un claro, a ras del suelo, se veía la cabeza de una negra dormida o muerta, puesto que estaba con los ojos cerrados. Parecía aquella una cabeza cortada dejada expresamente en el suelo. A unos metros de la cabeza, separada del brazo, se veía la mano derecha de la negra. Había sido cortada de un hachazo.
"El cuerpo de la negra estaba enterrado en el suelo hasta el mentón.
"Comprendí.
"El castigo que los bupíes infligían a las mujeres que cometían el delito de adulterio o que abandonaban el bosque para vivir con un extranjero. Me incliné sobre la negra. Ofrecía un espectáculo extraño esa cabeza con los ojos cerrados a ras del suelo. Levanté un párpado de la cabeza. La negra estaba viva.
"Miré en derredor. La tribu que la castigó allí, a poca distancia, había dejado olvidada una paleta de madera. Corrí a la pala y comencé a quitar la tierra del hoyo en el que la negra viva estaba enterrada. El sudor corría a grandes chorros por mi cuello. Yo descargaba y descargaba paletadas de tierra, y la negra no abría sus ojos. Le toqué la frente. Se consumía de fiebre. Finalmente, evitando herirle el cuerpo, abrí el hoyo y conseguí retirar a la negra aun viva de su sepultura. Los negros que la mutilaron le habían envuelto el muñón en hierbas, a fin de evitar la hemorragia y prolongar así su agonía. Cargué a la negra sobre mi espalda. Era una muchacha joven y bonita. La llevé hasta mi campamento, a la orilla de la fuente, y le eché un poco de agua entre los labios.
"Yo no era un sentimental; estaba acostumbrado a considerar al negro al mismo nivel que a la bestia, pero esta negra de cara romboidal, joven y ya martirizada, despertó mi piedad. Tres días después que la retiré de su sepultura abrió los ojos. Me miró, sonrió, y luego volvió a cerrarlos. Finalmente reaccionó, y por uno de aquellos milagros casi incomprensibles, su brazo mutilado se cicatrizó.
"Yo trabajaba alegremente para salvar la vida de Bokapi. Trabajaba alegremente como un esclavo porque esa constante disposición para trabajar me indicaba que yo no estaba infectado por la enfermedad del sueño. Creo que fue la primera vez en mi vida que trabajé. Había que buscar agua, preparar el arroz, ahuyentar de la cabaña toda clase de bicharracos: langostas, gorgojos, hormigas, grillos, caballos del diablo. Un día recuerdo que maté una araña negra y peluda, grande como un cangrejo. Oscilando sobre sus patas de camello se aproximaba a Bokapi, que dormía.
"Finalmente Bokapi me contó el origen de sus desventuras. Su pecado consistía en haberse ido a vivir con un mestizo.
"La cosa ocurrió así:
"Entonces cada tres meses, llegaba un buque al puerto de Santa Isabel. La llegada del buque se festejaba con una fiesta fantástica. En la costa de la selva, entre las cañas de azúcar y los plátanos, se formaban danzones de negros. Corrían latas de aguardiente tenebroso, fuego vivo que trocaba el danzón en una orgía de la cual también participaban los blancos. En una de estas fiestas conoció ella al mestizo Juan, lo amó y se fue a vivir con él en las proximidades de la empalizada de bambú.
"El mestizo la amaba cuanto puede amar un mestizo y no le pegaba nunca, ni por la noche ni por el día. Pero a pesar de estas virtudes, el mestizo se enfermó. Inútilmente lo atendió el marinero que era el jefe de la aduana, y después el hechicero del poblado más próximo. El mestizo murió como Dios manda, y Bokapi se quedó sola.
"La tribu en el bosque no se había olvidado de su deserción. Una tarde que Bokapi corrió hasta el bosque a buscar una gallina, recibió un golpe en la cabeza. Cuando despertó estaba tendida en el suelo. La habían despojado de sus ropas; algunos bupíes armados de bambú aguardaban el momento de su suplicio. Primero un hechicero viejo, envuelto en innumerables vueltas de vértebras de serpiente y con la cabeza adornada de cuernos de antílope, le había lanzado torrente de imprecaciones; después, un grupo de viejas la flageló con látigos de bejucos hasta que Bokapi se desmayó. Cuando recobró el conocimiento estaba oprimida por un corsé frío que la paralizaba toda entera. Se reconoció enterrada viva, con la cabeza a ras del suelo y un brazo fuera, sobre la tierra. Silenciosamente danzaban en torno de ella sombras lujuriosas; de pronto las sombras se detuvieron; el hechicero levantó el hacha y la dejó caer.
"El tremendo grito que me había despertado fue lanzado por Bokapi al sentir la mano cortada.
"Conocí entonces la naturaleza negra.
"Si Bokapi había amado al mestizo, a mí me adoraba. Cuando pudo caminar y valerse, cuanta atención le sugería su imaginación para demostrarme su amor y gratitud la ponía en práctica. Si yo entraba en la choza, ella se ponía de rodillas y besaba el suelo que pisaba. Luego corría a ofrecerme licor de plátano, que sabía preparar, o solomillos de rata gigante, que se ingeniaba para atrapar. Cuando yo dormía, ella, de pie a mi lado, movía constantemente unas hojas de palma para renovar el aire en torno de mi rostro. Yo pensaba ahora que no me dedicaría a ser bandido ni intentaría robar el banco de mi proyecto. Viviría para siempre con Bokapi en la isla de Leben, y Bokapi trabajaría para mí, y yo no haría nada más que bañarme en las caletas y dormir en los arenales.
"Finalmente abandonamos la selva.
"El camino que algunas semanas antes habían abierto sus salvajes hermanos estaba borrado. Sin embargo, Bokapi se orientaba en la selva con naturalidad asombrosa. Tres días demoramos en llegar a los acantilados, y cuando estábamos por salir de la floresta entre cuyos claros se distinguían los cocoteros de los arenales, ocurrió lo imprevisto.
"Bokapi y yo caminábamos tranquilamente, cuando, de pronto, ella me apretó el brazo, deteniéndome.
"A cinco metros de nosotros, desenvolviendo sus pesados aros amarillos, irritada, nos miraba una boa. Su cabeza triangular se dirigía a nosotros con la lengua bífida ondulando de furor fuera de la escamosa boca.
"Me paralizó un frío mortal. No podíamos escapar. Íbamos a perecer los dos. Bokapi lo comprendió, se despidió de mí con una mirada y rápidamente se lanzó a la boa.
"¡Quién pudiera contar la inútil lucha de la negra con la boa! Yo vi cómo Bokapi, con su único brazo libre, intentó tomar la garganta de la boa; vi cómo los anillos de la terrible serpiente prensaban sus piernas y su pecho; vi cómo Bokapi clavó los dientes en el lomo de la boa con tan furiosa mordedura, que súbitamente la boa duplicó su presión. Y Bokapi ya no se movió.
"Entonces, a la vista de la playa, entré al bosque y me puse a llorar como una criatura. La selva era terrible."

1.019. Arlt (Roberto)

Amigu del interventor

De sobra sabía él, que, para ir con suerte de viaje, era preciso salir con el pie izquierdo. Aquel día, no se había fijado y, todo parecía salirle al revés. Por vez primera en su vida, marchaba a las ferias de León; ya en casa, con el tiempo justo para llegar a la hora del tren, le rompió un cordón de las botas, por lo que hubo de perder cinco minutos en la compostura; para colmo de desdichas, cuando llevaba dos kilómetros de marcha por carretera, se acordó que le quedaba en casa, la bota del vino y dió vuelta a por ella. Conclusión: Llegó al Exprés, cuando la taquilla, estaba cerrada.
Rogó, imploró, trató de sobornar al jefe, para que le expendiese billete y, no fué posible. Entonces, con gesto de desprecio, subiendo las escaleras del vagón, le dijo:
-Pior  pa  la  Compañía.  ¡Así  viajo  gratis,  porque  soy  amigu  del Interventor!
Buscó  asiento  y  arrellanóse  tranquilamente  en  un  cómodo departa-mento de primera.
Rápidamente, púsose a meditar:
"Al Interventor no lu conozco, porque non conozco a ningunu.
"Si no lu convenzo con palabres, no lu convenzo con nada. Voy pensar un cuentu.
"Si sal bien, viajo gratis.
"Si sal mal, pago el doble y se acabó el cuentu.
"Por si sal bien, voy en primera, de primera; con calefacción y una señorita al llau.
"Si sal mal, digo que voy confundíu y paso pa tercera".
Fueron pasando estaciones. En Ujo, cambió las máquinas de vapor el tren, por otras más elegantes, eléctricas, para presumir subiendo el presuntuoso Pajares. Llegando a Navidiello, Pimienta, notó en el estómago  un  leve  cosquilleo  y,  conocedor  perfecto  de  la  causa, comentó:
-¡Tienes razón! ¡Daréte algo!
-Calmosamenté desató el gran bulto.
Extrajo un pollo completa y un buen trozo de panchón; sin más, echó un gran dentazo al ave, Tomó la bota, que había puesto colgando en el  porta-maletas  y  dió  un  buen  chupazo.  Después,  ofreció galantemente  vino  a  la  señorito,  Del  pollo,  no  se  acordó.  Llegó comiendo  hasta  Busdongo,  y  todavía  masticando  y  chupando  los huesos del pollo estaba, cuando se presentó el Interventor.
-Háganme el favor.
-Agora mésmo.
-Rápido respondió Pimienta.
-Va perdoname que llimpie un poco les manes. Tan muy engrasentaes.
Mientras tanto el empleado, picó el billete de la señorita.
-"Suerte y al animal".
-Entre dientes pensó el aldeano. Púsose en pie;  hizo  ademán  de  sacar  la  cartera  y,  mirando  con  fijeza  al Interventor, le dijo:
-Traigo aquí una carta pa usté.
-¿Para mí?
-Extrañado volvió a interrogar el empleado.
-Si señor. ¿Usté non ye el Interventor?
-Si, señor.
-Pos  el  mesmu.  Ye  de  su  má.  Diómela  muy  urgente.  -Afir-mó seriamente, Pimienta.
-Caballero. 
-Reponía  el  Interventor. 
-Debe  de  estar  usted confundido. Con mí madre he estado yo, al salir, en la Estación de Gijón.
-"Metí la pata".
-Pensó. Mas reacionando rápidamente, arguyó:
-¿Usté non ye Hipólito Suárez, fíu de doña Manuela López?
-Yo no soy Hipólito. Me llamo, Juan.
-Afirmó aquél.
-¡Me valga San Pedro! ¿Agora cómo m'arreglo? El casu ye que se trata de algo urgentísimo ¿sabe usté? Esi Hipólito, ye Interventor del tren  y  siéndolo  cómo  non  ye  usté?  -Interrogó  de  la  forma  más cándida del mundo.
-Hombre, amigo mío, -compasivo decía el empleado.
-Interven-tores hay muchos.
-Como digo, ye Interventor y so má, D. Manuela verania en mió pueblo. El casu ye que, el maridu, padre del Interventor, púnxose de sacute malísimu y pidiói perres pa penecilina, porque sinón la palma.
Como  yo  voy  a  Palencia  a  ver  un  amigu  que  viende  mantes,  pos ofrecíme  pa  dai  quinientes  pesetes,  que  van  en  el  sobre,  al  fíu...
¿Usté non conoz a los otros interventores?
-A casi todos ¿Cómo dice que se llama? Interrogá el ferroviario.
-Pólito. Pólito Suárez.
-Hipólito... Hipólito; me suena el nombre, pero no, caigo. ¿No le dijo su madre dónde vivía o en qué tren iba?
-La  probe  taba  tan  desconsolada  con  lo  del  maridu  -reponía Pimienta-  que  toa  llorosa  non  me  dixo  más  que:  «¡Pimienta, Pimienta del alma; tó que vas a Palencia, day al mió fíu esta carta; dientro van quinientes pesetes, que ye la vida del mió maridu del alma. El mió fíu, ye el que pica los billetes del tren». Fó tó, lo que me dixo.
-¡Pobre!  Se  explica;  en  circunstancias  así,  no  se  acierta  a  decir nada. ¡Vaya por Dios! -Compasivo, reponía Juan.
-Oiga. Tá ocurriéndoseme una cosa. Usté ye más llistu que yo y pué encontralu. Podía faceme el favor de da¡ usté la carta. Paezme formal y non desconfío.
-Mire  usted,  señor.  Casi  seguro  que  daría  con  él,  pero  no  me agradan esos encargos. Mire usted; voy a terminar la intervención, porque  estamos  llegando  a  León  e  iré  a  ver  a  mi  compañero  que viene atrás y le preguntaré. Posiblemente sepa él, darme noticias.
Enseguida vuelvo.
-¡Non  tarde,  por  Dios,  señor! 
-Plañidero  reponía  Pimienta  -Toy muy intranquilu.
Apenas  se  alejó,  el  aldeano,  restregó  las  manos,  tentó  la  bota, guiñó un ojo a la señorita, que se sonrió, y comentó:
-De primera, señorita. De primera.
-¿El qué?
-Preguntó ella.
-El tiempo, monina. Tá de primavera. -con nuevo frotamiento de manos, decía aquél.
-Ah, sí, estupendo.
-Se limitó a decir la señorita. 
-¿Falta muncho pa llegar a León, oh?
-Interrogó Pimienta.
-Poco. Hemos pasado  Pola Gordón, Santa Lucía. Veinte minutos más o menos.
-Repuso aquélla.
-¡Entós, da tiempo de comer un bocadín!
Atacó con fiereza a una chuleta y con el bocado en la boca, se acordó  de  invitar  a  la  señorita.  Finamente,  se  excusó,  al  mismo tiempo que preguntaba:
-¿Pero usted no va a Palencia?
-iPhssf Pero... por si o por non, el capiellu pon.
El tren, aminoraba la marcha. Quedaban hacia atrás los arrabales de  León;  ya  Pimienta  había  atado  cuidadosamente  el  paquete.
Cuando el vehículo entraba en ahujas, el interventor que llega
-Mire  usted  señor.  Mi  compañero  no  le  conoce.  La  siento;  en Palencia, infórmese por el jefe de  Estación.  Como he de  entregar aquí la intervención, a otro, tenga la bondad de darme su billete.
-¿El  billete?  ¡Ay, señor; el  casu ye que no lu tengo!  -Lastimosamente respondió.
-¿Qué no lo tiene? ¡Pero hombre! ¿No sabe usted, que para viajar ¡y  en  primera!  hay  que  llevar  billete?  Gritó  más  que  habló  el empleado.
-¡Olvidóseme es¡ detalle! ¡Un álvidu tiénlu cualquiera!
-Pues bien; para que no se le olvide, me pagará usted doble. Es mi obligación.
-¡Non pué ser! ¡Son munches perres y lo que falta pa Palencia!
Con cara angustiada reponía Pimienta.
-Ya le digo que es mi obligación. Unicamente, haciéndole un gran favor, puede usted bajarse aquí en León y sacar billete; le dá tiempo.
Repito, es un gran, favor, haciéndome cargo de la circunstancia que le lleva a hacer otro a un compañero.
-iHome,  amigu,  deme  la  mano!  ¡Y  un  abrazu!  Usté  ye  un  bon amigu míu y un bon compañeru del otru.
Emocionado le abrazaba nuestro hombre, muerto de risa para sus interiores.
-Por  eso  le  hago  ese  favor. 
-Medio  conmovido  repetía  el
Interventor, al verse tan efusivamente agradecido.
A lo que Pimienta, ya caminando por el pasillo del vagón, reponía:
-Qué conste que no lu engaño ¿eh? El favor fáimelu a mí; non a él.
En el andén, soltó la carcajada, limpióse la frente y entre dientes comentó.
-¡Bona cencia hay que tener, pa viajar gratis!

Cuento asturiano

1.017. Busto (Mariano)

Un expreso del futuro

¡Cuidado! -exclamó mi conductor. ¡Hay un escalón!  Una vez descendido felizmente el escalón señalado de aquel modo, entré en una vasta habitación, iluminada por cegadores focos eléctricos, donde tan sólo el sonido de nuestros pies rompía la soledad y el silencio del lugar.  ¿Dónde me hallaba? ¿Qué había venido a hacer allí? ¿Quién era mi misterioso guía? Preguntas sin respuesta Una larga caminata en medio de la noche, puertas de hierro que se abrían y volvían a cerrarse con un clang, escaleras que descendían, me parecía, muy profundamente en la tierra..., eso es todo lo que podía recordar. De todos modos, no tenía tiempo para pensar.
Sin duda se preguntará usted quién soy -dijo mi guía. El coronel Pierce, a su servicio. ¿Dónde está usted? En América, en Boston, en una estación.
¿Una estación?
Sí, el punto de partida de la «Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool».
Y, con un gesto explicativo, el coronel me señaló dos largos cilindros de hierro, de aproximadamente metro y medio de diámetro, descansando en el suelo a unos pocos pasos de nosotros.
Contemplé aquellos dos cilindros, rematados a la derecha por una masa de mampostería, y cerrados a la izquierda con pesadas tapas metálicas de las que brotaba un racimo de tubos que ascendían hasta el techo; y de repente comprendí la finalidad de todo aquello.
¿No había leído, hacía poco tiempo, en un periódico americano, un artículo describiendo aquel extraordinario proyecto de unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos gigantescos tubos submarinos? Un inventor había afirmado haber realizado la tarea, y ese inventor el coronel Pierce, era la persona que tenia ahora ante mí.
Repasé mentalmente el artículo del periódico.
El periodista entraba complacientemente en los detalles de la empresa. Afirmaba que se necesitaban más de 3.000 millas de tubos de hierro, que pesaban más de 13.000.000 de toneladas, con el número de barcos necesario para el transporte de este material: 200 barcos de 2.000 toneladas, cada uno de los cuales haría treinta y tres viajes. Describía aquella armada de la ciencia trasladando el acero hasta dos barcos especiales, a bordo de los cuales eran unidos unos a otros los extremos de los tubos, y encajados en una triple malla de hierro, recubriendo el conjunto con una preparación resinosa para preservarlo de la acción del agua del mar.
Pasando inmediatamente a la cuestión del funcionamiento, llenaba los tubos -transformados en una especie de cerbatana de intermi-nable longitud- con una serie de vagones, que serían trasladados con sus viajeros dentro mediante poderosas corrientes de aire, de la misma forma que los mensajes son enviados neumáticamente por todo París. Un paralelismo con los ferrocarriles terminaba el artículo, y el autor enumeraba con entusiasmo las ventajas del nuevo y audaz sistema. Según él, se produciría, pasando a través de aquellos tubos, una supresión de toda trepidación nerviosa, gracias a que la superficie interior era de acero finamente pulido; uniformidad de temperatura asegurada por medio de corrientes de aire, mediante las cuales el calor podría ser modificado según las estaciones; tarifas increíblemente bajas, debido a lo barato de la construcción y los gastos de mantenimiento..., olvidando, G dejando de lado, todas las consideraciones relativas a la cuestión de la gravedad y del desgaste y el deterioro.
Todo eso volvió ahora a mi mente, ¡Así pues, aquella “Utopía” se había convertido en realidad, y esos dos cilindros de hierro a mis pies pasaban, en consecuencia, por debajo del Atlántico y Llegaban hasta las costas de Inglaterra!
Pese a la evidencia, no podía llegar a creer que todo aquello se hubiera hecho. Que los tubos habían sido tendidos no cabía ninguna duda; pero que los hombres pudieran viajar por aquella ruta... ¡nunca!
¿No era imposible obtener una corriente de aire de esa longitud? -expresé en voz alta mi opinión.
¡Por el contrario, es muy fácil -protestó el coronel Pierce. Para obtenerla, todo lo que se requiere es un gran número de ventiladores de vapor similares a los utilizados en los altos hornos. El aire es impulsado por ellos con una fuerza que es prácticamente ilimitada, a una velocidad de 1.800 kilómetros por hora, ¡casi la de una bala de cañón!, de tal modo que nuestros vagones, con sus viajeros, realizan el viaje entre Boston y Liverpool en el espacio de dos horas y cuarenta minutos.
¡Mil ochocientos kilómetros por hora! -exclamé.
Ni uno menos. ¡Y qué extraordinarias consecuencias surgen de esa velocidad!
Puesto que la hora en Liverpool tiene un adelanto de cuatro horas y cuarenta minutos con respecto a nosotros, el viajero que parta de Boston a las nueve de la mañana llegará a Inglaterra a las 3,53 de la tarde. ¿No es el viaje más rápido que uno pueda hacer? En otro sentido, por el contrario, nuestro viajero llegará a la estación donde nos hallarnos ahora a las nueve y treinta y cuatro de la mañana..., ¡es decir, más temprano que la hora de salida! ¡Ja, ja! ¡No creo que nadie pueda viajar más rápido que eso!
Yo no sabía qué pensar, ¿Estaba hablando con un loco..., o debía dar crédito a esas fabulosas teorías, pese a las objeciones que suscitaba mi mente?
¡Muy bien, sea! -dije. Admitiré que los viajeros puedan tomar esa ruta insensata, y que usted pueda conseguir esta increíble velocidad. Pero, cuando la haya alcanzado, ¿cómo la comprueba? ¡Cuando se detenga, todo quedará hecho pedazos!
En absoluto -respondió el coronel, encogiéndose de hombros. Entre nuestros tubos, uno para la ida, otro para la vuelta, y en consecuencia accionados por corrientes que van en direcciones opuestas, existe comunicación en cada junta.  Cuando se acerca un tren, una chispa eléctrica nos advierte del hecho; dejado a sus propios medios, el tren proseguiría su curso en razón de la velocidad que había adquirido; pero, girando simplemente una manija, conseguirnos dejar entrar la corriente opuesta de aire comprimido del tubo paralelo, y, poco a poco, reducir a la nada el choque final o parada. ¿Pero de qué sirven todas estas explicaciones? ¿No será cientos de veces mejor una prueba práctica?
Y, sin aguardar una respuesta, el coronel tiró secamente de una brillante empuñadura de bronce que sobresalía del lado de uno de los tubos: un panel se deslizo suavemente sobre sus guías, y en la abertura dejada por su desplazamiento divisé una hilera de asientos, en cada uno de los cuales podían sentarse cómodamente dos personas, una al lado de la otra.
¡El vagón! -exclamo el coronel. Entre.
Le seguí sin ofrecer ninguna objeción, y el panel se deslizó inmediatamente de vuelta a su lugar.
Examiné cuidadosamente el vagón en el que había entrado a la luz de una lámpara eléctrica situada en el techo.
Nada podía ser más simple: un largo cilindro, confortablemente acolchado, junto con unos cincuenta sillones alineados en parejas en veinticinco filas paralelas.  A cada lado una válvula regulaba la presión atmosférica, la del extremo más alejado permitiendo que el aire respirable penetrara en el vagón, la que tenía delante permitien-do la salida de cualquier exceso más allá de la presión normal.
Transcurridos unos breves momentos en aquel examen, empecé a ponerme nervioso. -Bien -dije ¿no vamos a partir?
¿Partir? -exclamó el coronel. ¡Pero si ya hemos partido!
¿Partido, así..., sin la menor sacudida? ¿Era posible? Escuche atentamente, intentado detectar algún sonido de cualquier clase que pudiera guiarme.  Si habíamos partido realmente, si el coronel no me había engañado hablando de una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora..., debíamos estar ya muy lejos de cualquier masa continental, bajo el mar; sobre nuestras cabezas, las enormes olas coronadas de espuma; incluso en este momento, quizá, tornándola por una monstruosa serpiente marina de una clase desconocida, ¡las ballenas estuvieran golpeando con sus poderosas colas nuestra larga prisión de hierro!  Pero no oía nada salvo un apagado rumor, producido sin duda por el paso de nuestro vagón; y, hundido en un asombro sin límites, incapaz de creer en la realidad de todo lo que me estaba ocurriendo, me senté en silencio, dejando que pasara el tiempo.
Al cabo de aproximadamente una hora, una sensación de frescor en mi frente me despertó bruscamente del torpor en el que me había ido sumergiendo a grados, Alcé la mano a mi frente: estaba mojada.
¡Mojada! ¿Por qué era eso? ¿Había estallado el tubo bajo la presión de las aguas..., una presión que no podía ser más que formidable, puesto que se incrementa a razón de «una atmósfera» por cada diez metros de profundidad? ¿Había penetrado el océano sobre nosotros?
El miedo me dominó. Aterrado, intenté gritar y..., y me descubrí en mi jardín, generosamente rociado por una repentina lluvia, las más grandes de cuyas gotas me habían despertado. Simplemente me había quedado dormido mientras leía el artículo de un periodista americano dedicado al fantástico proyecto del coronel Pierce, el cual, mucho me temo, me había limitado también a soñar.

© Editado por Cristian Tello

1.016. Verne (Julio)

Amorcito

Oleñka, la hija del asesor de colegio [1] retirado Plemián­nikov, estaba sentada, pensativa, en un peldaño del pór­tico, en el patio de su casa. Hacía calor, las moscas in­sistían en molestar y resultaba agradable pensar que la noche ya estaba cerca. Desde el este avanzaban oscu­ras nubes y, de vez en cuando, llegaba una brisa húmeda.
De pie, en medio del patio, mirando al cielo, estaba Kukin, empresario del parque de diversiones «Tívoli», quien se hospedaba en un pabellón de la casa.
-¡Otra vez! -decía con desesperación. ¡Otra vez habrá lluvia! ¡Todos los días llueve, todos los días! Co­mo si fuera a propósito... ¡Es la muerte! ¡Es la ruina! Todos los días tengo tremendas pérdidas!
Agitó los brazos y prosiguió, dirigiéndose a Oleñka:
-Ya ve usted, Olga Semiónovna, cómo es nuestra vi­da. ¡Es para llorar! Uno trabaja, se afana, sufre, no duer­me de noche, pensando en la manera de mejorar las co­sas y todo ¿para qué? Por un lado, es el público, igno­rante y salvaje. Le doy la mejor opereta, la magia, exce­lentes cupletistas, pero ¿le interesa eso acaso? ¿Lo en­tiende acaso? No, lo que el público necesita es un teatro de feria. ¡Quiere vulgaridades! Por otro lado, mire us­ted el tiempo. Casi todas las noches llueve. Desde que empezó, el diez de mayo, siguió lloviendo sin parar todo el mes de mayo y luego también en junio, ¡es algo terri­ble! El público no viene, pero el arrendamiento ¿lo pago o no? A los actores ¿les pago o no?
Al atardecer del día siguiente el cielo volvió a nublar­se y Kukin decía con risa histérica:
-¡Muy bien!... ¡Que llueva! ¡Que se inunde todo el parque y que me ahogue allí mismo! Ya sé que no voy a tener suerte en este mundo ni tampoco en el otro... ¡Que los actores me demanden ante el juzgado! ¡Que me manden a Siberia a los trabajos forzados! ¡Que me lleven al cadalso! ¡Ja–ja-já!
Al tercer día sucedió lo mismo...
Oleñka escuchaba a Kukin en silencio, con expresión seria, y a veces las lágrimas asomaban a sus ojos. Al  final, las desgracias de Kukin la conmovieron y terminó enamorándose de él. Era flaco, de baja estatura, con cara amarilla y el cabello peinado sobre las sienes; hablaba con una débil vocecita de tenor y al hablar torcía la boca; en su cara siempre estaba reflejada la desesperación; y a pesar de todo, suscitó en Oleñka un sentimiento autén­tico y profundo. Constante-mente ella amaba a alguien y no podía vivir sin ello. Antes amaba a su papá, que aho­ra estaba enfermo y pasaba el tiempo sentado en su si­llón, a oscuras, respirando con dificultad; luego amaba a su tía, que vivía en Briansk y los visitaba una vez cada dos años; y antes aun, cuando era alumna del colegio, amaba a su profesor de francés. Era una señorita apaci­ble, bondadosa y compasiva, de mirada mansa y tierna; tenía buena salud. Mirando sus llenas y sonrosadas me­jillas, su blanco y suave cuello, que tenía un lunar, su ingenua y bondadosa sonrisa, que aparecía en su rostro cuando ella escuchaba algo agradable, los hombres pensaban: «Sí, no está mal...» y sonreían también, mientras que las damas no podían contenerse y, en plena conver­sación, la asían de la mano y exclamaban, contentas:
-¡Amorcito!
La casa que habitaba desde el día de su nacimiento y que en el testamento estaba anotada a su nombre, se hallaba en un extremo de la ciudad, en el arrabal Gitano, cerca del parque «Tívoli»; por las noches, al oír la mú­sica y el estallido de los cohetes, ella imaginaba a Kukin desafiando a su destino y acometiendo en un ataque frontal contra su principal enemigo: el indiferente públi­co; su corazón latía con dulce ansiedad, ahuyentando el sueño, y cuando él, a la madrugada, regresaba a casa, ella, desde su dormitorio, golpeaba suavemente en la ventana y le sonreía con cariño, sin mostrarle, a través de las cortinas, más que la cara y un hombro...
Él pidió su mano y se casaron. Y cuando vio mejor su cuello y sus hombros redondeados y sanos, levantó los brazos y exclamó:
-¡Amorcito!
Era dichoso, pero como llovió el día de la boda y también por la noche, su rostro no cesaba de trasuntar un aire de desesperación.
Después de la boda las cosas marcharon bien. Ella atendía la caja, vigilaba el orden en el parque, anotaba los gastos, pagaba los sueldos, y sus mejillas rosadas, junto con su ingenua y radiante sonrisa, aparecían fugaz­mente ya en la ventanilla de la boletería, ya entre basti­dores, ya en el buffet. Y ya decía a sus conocidos que lo más notable, lo más importante y lo más necesario en el mundo era el teatro y que sólo en el teatro uno podía obtener el gozo auténtico y llegar a ser culto y humano.
-Pero ¿acaso el público lo entiende? -decía ella. Lo que él necesita es teatro de feria. Anoche dábamos «Fausto al revés» y casi todos los palcos estaban vacíos; si Vánechka y yo hubiéramos ofrecido algunaa obra vul­gar, créame, el teatro habría estado repleto. Mañana Vánechka y yo damos «Orfeo en los infiernos». ¡Venga usted también!
Todo lo que Kukin decía sobre el teatro y los actores, lo repetía ella también. Igual que él, despreciaba al pú­blico por su indiferencia hacia el arte y por su ignoran­cia; intervenía en los ensayos, dando indicaciones a los actores; vigilaba la conducta de los músicos, y cuando el periódico local publicaba alguna nota desfavorable al teatro, ella lloraba y más tarde iba a la redacción a pe­dir explicaciones.
Los actores la querían y la llamaban «Amorcito» y « Vánechka y yo»; a su vez ella los compadecía y les da­ba pequeños préstamos, y cuando la engañaban a veces, lloraba a escondidas, sin quejarse a su marido.
También en invierno las cosas marchaban bien. Arren­daron el teatro de la ciudad por toda la temporada y lo alquilaban por períodas breves ya al elenco ucranio, ya al prestidigitador, ya a los aficionados locales. Oleñka engordaba y resplandecía de satisfacción, mientras que Kukin se tornaba más flaco y más amarillo y se quejaba de las tremendas pérdidas, aunque durante todo el invier­no las cosas iban bastante bien. Por las noches tosía y ella le hacía beber té de frambuesa y de tilo, le frotaba el pecho con agua de colonia y lo envolvía en sus suaves chales.
-¡Lindo mío! -le decía con absoluta sinceridad, alisándole los cabellos-. ¡Lindito mío!
Durante la Cuaresma Kukin viajó a Moscú para for­mar la compañía y ella no podía dormir sin él y pasaba las noches junto a la ventana, mirando las estrellas. En aquellos momentos se comparaba con las gallinas, que tampoco duermen de noche y se sienten intranquilas, si el gallo no está en el gallinero. Kukin se demoró en Moscú, le escribió que pensaba volver para la Semana Santa y en sus cartas ya hacía disposiciones con respecto a «Tívoli». Pero en víspera del Lunes Santo, a avanzadas horas de la noche, resonaron de repente lúgubres golpes en el portón; alguien golpeaba el postigo y éste retum­baba como un tonel: ¡bum! ¡bum! ¡bum! La somnolienta cocinera corrió a abrir la puerta, chapaleando en los charcos con los pies descalzos.
-¡Abra, por favor! -decía del otro lado del portón una sorda voz de bajo. ¡Un telegrama!
También antes Oleñka recibía telegramas de su ma­rido, pero esta vez, sin saber por qué, se quedó atónita. Con manos temblorosas abrió el telegrama y leyó lo si­guiente:
«Iván Petróvich falleció hoy súbitamente coratán es­peramos disposiciones tepelio martes».
Así estaba en el telegrama: «tepelio» y una palabra incomprensible «coratán»; la firma era del director de la compañía de operetas.
-¡Palomito mío! -se puso a sollozar Oleñka. ¡Vá­nechka, querido mío! ¿Para qué te habré encontrado? ¿Para qué te habré conocido y amado? ¿Por qué dejaste sola a tu pobre y desgraciada Oleñka?
El sepelio de Kukin se realizó el martes, en Moscú, en el cementerio de Vagáñkovo; Oleñka regresó a casa el miércoles y apenas entró en su dormitorio cayó sobre la cama y comenzó a llorar en voz tan alta que se la oía en la calle y en las casas vecinas.
-¡Amorcito! -decían las vecinas, persignándose. Amorcito, Olga Semiónovna, ¡cómo se desespera la pobre!
Tres meses después, Oleñka regresaba un día de misa, triste, vestida de riguroso luto. Por casualidad, caminaba a su lado un vecino suyo, Vasily Andréich Pustoválov, encargado del depósito de maderas del mercader Baba­kaiev. También él salía de la iglesia; llevaba un som­brero de paja y un chaleco blanco con cadenita de oro, y más parecía un terrateniente que un comerciante.
-Cada cosa tiene su orden, Olga Semiónovna -de­cía en tono reposado y con compasión en su voz. Si alguno de nuestros íntimos se muere es porque Dios lo desea así, y en estos casos debemos recordarlo y resig­narnos.
Después de acompañar a Oleñka hasta la puerta de su casa, él se despidió y siguió su camino. Durante el resto del día, su reposada voz resonó en los oídos de Oleñka y apenas cerraba ella los ojos se le aparecía su oscura barba. Por lo visto, ella a su vez le causó impre­sión, ya que poco tiempo después fue a visitarla una señora de edad, a quien ella apenas conocía y quien, na bien se había sentado a la mesa, se puso a hablar sin tardanza acerca de Pustovádov, en el sentido de que era una persona buena y seria y que cualquier mujer estaría muy contenta, casándose con él. Tres días más tarde el mismo Pustoválov le hizo una visita; se quedo poco tiempo, unos diez minutos, y habló poco, pero Oleñka lo quería ya, lo quería tanto, que no pudo pegar los ojos en toda la noche, ardía como si tuviera fiebre y a la mañana siguiente mandó llamar a la señora de edad. Al cabo de poco tiempo se comprometieron; luego celebra­ron la boda.
Después del casamiento las cosas marcharon bien. Co­múnmente él permanecía en el depósito de maderas hasta la hora de almorzar, luego iba a hacer diligencias y lo reemplazaba Oleñka, quien quedaba en la oficina hasta la noche, escribiendo las cuentas y despachando las mer­caderías.
-El precio de la madera sube ahora cada año en un veinte por ciento -decía ella a los compradores y a sus conocidos. Figúrese, antes vendíamos maderas lo­cales, pero ahora Vánechka tiene que viajar todos los años a la provincia de Moguilev para buscar madera. ¡Y qué tarifas! -exclamaba cubriéndose ambas mejillas con las manos, en señal de terror. ¡Qué tarifas!
Le parecía que desde tiempos remotos se dedicaba a comerciar en madera, que lo más importante y lo más necesario en la vida era la madera y que había algo íntimo y conmovedor en las palabras: viga, estaca, ta­bla, listón, alfarjía, rollizo, tirantillo, costero... Por las noches soñaba con montañas enteras de tablones y de tirantes; con interminables caravanas de carros que trans­portaban madera a largas distancias; soñaba que todo un regimiento de troncos, del tamaño de doce por cinco, atacaba el depósito de madera en una acción de guerra, y que los troncos, las vigas y los costeros se golpeaban, emitiendo el sonoro ruido de madera seca; todos caían y de nuevo se levantaban encaramándose unos sobre otros; Oleñka dejaba escapar, un grito y se despertaba, mientras Pustoválov le decía con ternura:
-Oleñka, ¿qué tienes, querida? ¡Persígnate!
Sus pensamientos eran los mismos que los de su ma­rido. Si él opinaba que en la habitación hacía calor o que los negocios marchaban con cierta lentitud, lo mismo pensaba ella. Su marido no era afecto a las diversiones y en los días feriados se quedaba en casa; ella hacía lo mismo.
-Ustedes siempre están en casa o en la oficina -les decían sus conocidos. ¿Por qué no van alguna vez al teatro o al circo?
-Vánechka y yo no tenemos tiempo para ir al teatro -respondía ella con dignidad-. Somos gente de tra­bajo y no estamos para estas cosas. Y además ¿qué hay de bueno en estos teatros?
Los sábados iban a oír Las Vísperas, los días de fiesta a misa y, regresando de la iglesia, caminaban juntitos, con rostros enternecidos; los dos olían bien y el vestido de seda de ella producía un agradable murmullo; en casa tomaban té con pan de leche y con toda clase de dulces, luego comían, un pastel. Todos los días, a mediodía, en el patio de la casa y aun en la calle flotaba un sabroso olor a borsb [2], cordero asado o pato; en los días de vigilia olía a pescado y no se podía pasar cerca del portón sin sentir ganas de comer. El samovar en la oficina siempre estaba con agua hirviente y a los clientes se les convidaba con té y rosquillas. Una vez por semana los esposos iban a la casa de baños y volvían caminando juntitos, con rostros colorados los dos.
-Estamos bien, gracias a Dios -decía Oleñka a sus conocidos. ¡Ójalá que todos vivan como nosotros!
Cuando Pustoválov partía a la provincia de Moguilev para traer madera, ella lo extrañaba mucho, no podía dormir por las noches, lloraba. A veces la visitaba el veterinario militar Smirnin, hombre joven, que alquilaba un pabellón de su casa. Le contaba alguna historia a jugaba con ella a los naipes y esto la divertía. Especial­mente interesantes resultaban los relatos de su propia vida familiar; era casado y tenía un hijo, pero se hallaba separado de su mujer porque ella lo había engañado; ahora la odiaba y le enviaba mensual-mente cuarenta ru­blos para la manutención del hijo. Escuchándolo, Oleñka suspiraba y meneaba la cabeza, y sentía lástima por él.
-¡Qué Dios guarde a usted! -decía, despidiéndolo y acompañándolo con la bujía hasta la escalera. Gra­cias por haber compartido mi aburrimiento y que la Rei­na de los cielos le dé mucha salud...
Imitando a su marido, expresábase siempre en forma digna y juiciosa; el veterinario desaparecía ya abajo de­trás de la puerta, cuando ella lo llama-ba para decir:
-Sabe, Vladímir Platónich, debería usted de hacer las paces con su mujer. Debería de perdonarla, aunque sea por el hijo... El chico, segura-mente, ya entiende todo.
Y cuando regresaba Pustovállov, le contaba a media voz acerca del veterinario y de su desdichada vida fami­liar, y los dos suspiraban, meneando la cabeza, y habla­ban sobre el chico, que, seguramente, extrañaba a su padre; luego, par un extraño correr del pensamiento, am­bos se colocaban ante los iconos y, haciendoo profundas reverencias, rogaban a Dios que le mandara hijos.
Y así vivieron los Pustoválov en paz, en amor y en completa concordia durante seis años. Pero una vez, en invierno, Vasily Andréich, después de beber té caliente en el depósito, salió sin la gorra a despachar madera, tomó frío y cayó enfermo. Lo atendían los mejores mé­dicos de la ciudad, pero la enfermedad se impuso y él murió al cabo de cuatro meses. Y de nuevo Oleñka que­dó viuda.
-¿Por qué me has abandonado, palomito mío? -so­llozaba después del entierro. ¿Cómo voy a vivir aho­ra sin ti, sola y desgraciada? Buena gente, tengan pie­dad de mí que soy una huérfana...
Llevaba vestido negro con crespones y desechó para siempre el sombrerito y los guantes; salía pocas veces y sólo lo hacía para ir a la iglesia o a visitar la tumba de su marido; vivía en su casa como una monja. Y sólo al transcurrir seis meses, se quitó los crespones y co­menzó a abrir los postigos de las ventanas. A veces se la veía ya ir al mercado con su cocinera, pero cómo vivía ahora en su casa y qué pasaba ahora allí, de eso sólo podían hacerse conjeturas. Algunos, por ejemplo, adi­vinaban algo porque la habían visto tomar el té en su pequeño jardín, en compañía del veterinarío, quien le leía el periódico en voz alta, y aun porque, al encontrar­se en el correo con una dama conocida, Oleñka le había dicho:
-Nuestra ciudad carece de un adecuado control ve­terinario y ésta es la causa de muchas enfermedades. En todo momento se oye hablar de que la gente se enferma por causa de la leche y porque se contagian de los ca­ballos y de las vacas. En realidad, hay que cuidar la salud de los animales domésticos de la misma manera como se cuida la de las personas.
Repetía las ideas del veterinario y sobre cualquier asunto tenía ahora la misma opinión que tenía él. Era evidente que no podía pasar ni siquiera un año sin cari­ño y que encontró su nueva dicha en una ala de su propia casa. A otra mujer en su lugar la hubieran juzgado con seve-ridad, pero nadie podía pensar mal de Oleñka, pues todo era muy claro en su vida. Ni ella ni el veterinario revelaban a nadie el cambio que se había operado en sus relaciones; más aun, trataban de ocultarlo, pero no lo lograban, ya que Oleñka no podía tener secretos. Cuando lo visitaban los colegas del regimiento, ella, sirviéndoles el té o la cena, se ponía a hablar de la peste de los vacunos, de la perlesía, de los mataderos de la ciudad, mientras que él sentíase terriblemente confundido y, una vez retirados los visitantes, la cogía por la mano y le susurraba, enojado:
-¡Te he pedido ya que no hables de lo que no entien­des! Cuando los veterinarios conversamos entre nosotros, hazme el favor de no entrometerte. ¡Al final, esto ya resulta tedioso!
Ella lo miraba, sorprendida y alarmada, y le pregun­taba:
-Volódechka ¿y de qué quieres que hable?
Y lo abrazaba, con lágrimas en los ojos, suplicándole que no se enojara, y ambos eran dichosos.
Empero, esta dicha no fue larga. El veterinario se había ido junto con su regimiento, se había ido para siempre, ya que el regimiento había sido trasladado muy lejos, poco menos que a Siberia. Y Oleñka quedó sola.
Esta vez estaba ya completamente sola. Su padre hacía tiempo ya que había muerto y su sillón se hallaba ti­rado en el desván, cubierto de polvo y con una pata menos. Ella estaba más delgada y menos bella, y en la calle los transeún-tes ya no la miraban coma antes ni le sonreían; por lo visto, sus mejores años habían pa­sado ya, se habían quedado atrás, y comenzaba ahora una nueva vida desconocida, en la cual mejor era no pensar. Al anochecer Oleñka se sentaba en el pórtico y desde el «Tívoli» llegaba a sus oídos la música y el estallido de los cohetes, pero eso ya no suscitaba en ella ninguna clase de ideas. Paseaba su mirada indiferente por el pa­tio vacío, sin pensar ni desear nada, y luego, al llegar la noche; iba a dormir; en los sueños se le aparecía su patio desierto. Comía y bebía como por obligación.
Pero lo fundamental, y lo peor, era no tener ninguna opinión. Ella veía los objetos que la rodeaban y com­prendía todo lo que pasaba alrededor de ella, pero no podía formar su opinión sobre ningún asunto ni sabía tampoco de qué hablar. ¡Y qué terrible resulta no tener ninguna opinión! Se ve, por ejemplo, una botella en pie, o si está lloviendo, o bien un mujik está viajando en su carro, pero para qué está allí la botella o la lluvia, o el mujik y qué sentido tienen, eso no se sabe ni se sabría explicar, aunque le dieran a uno mil rublos. En las tiem­pos de Kukin y de Pustová-lov y más tarde con el vete­rinario Oleñka podía explicarlo todo y hubiera podido dar su opinión sobre cualquier asunto, ahora, en cambio, sus pensamientos y su corazón, estaban tan desier-tos, co­mo su patio. Y sentía miedo y amargura, como si hubiera comido ajenjo hasta hartarse.
Poco a poco, la ciudad se ensanchaba en todas direc­ciones; el arrabal Gitano era una calle, y en el sitio donde antes tenían ubicación el parque «Tívoli» y los depósitos de madera, crecieron edificios y se formó una red de callejuelas. ¡Cuán rápido corre el tiempo! La casa de Oleñka se tornó más oscura, el techo está oxidado, el cobertizo tiende a inclinarse hacia un costado y todo él patio exterior se halla cubierto de maleza y de ortigas. La misma Oleñka está más vieja y más fea; en verano permanece sentada en él pórtico, y su alma, igual que antes, está vacía; sólo hay en ella un tedio y un leve sabor a ajenjo. En invierno ella se queda sentada junto a la ventana, contemplando la nieve. Y cuando llega un soplo de primavera, cuando el viento trae el tañido de las campanas de la catedral, y los recuerdos del pasado de golpe invaden su mente, su corazón se oprime con dulzura y le hace derramar abundan-tes lágrimas, pero sólo por un instante; luego vuelve al vacío y uno no sabe para qué vive. Bryska, la gatita negra, buscando mimos, ronro-nea suavemente, pero estas caricias gatunas no conmueven a Oleñka. ¿Acaso es esto lo que ella ne­cesita? Si tuviera un amor que se apoderara de todo su ser, su alma, su mente; que le diera ideas, dirección a su vida; que calentara su sangre aletargada... Y ella echa a la negra Brysla de sus rodillas, diciéndole con fastidio:
-Vete, vete... ¡Nada tienes que hacer aquí!
Y así día tras día, año tras año, sin ninguna alegría y sin ninguna opinión. Con lo que decía Mavra, la coci­nera, estaba ya todo dicho.
Al anochecer de un caluroso día de julio, cuando por la calle arreaban un rebaño y nubes de polvo llenaban el patio, de pronto alguien golpeó en el portón. Oleñka misma fue a abrir y apenas miró al visitante quedó ató­nita; en la calle estaba el veterinario Smirnin, ya canoso y vestido de civil. De repente ella recordó todo y, sin poder contenerse, rompió a llorar y apoyó la cabeza so­bre el pecho de él; sin decir una palabra, presa de una fuerte agitación, no se dio cuenta cómo habían entrado en la casa y cómo se habían sentado a la mesa para tomar el té.
-¡Palomito mío! -murmuraba, temblando de ale­gría. ¡Vladímir Platónich! ¿De dónde lo trae Dios?
-Quiero, radicarme aquí definitivamente -contaba él. Pasé a retiro y quiero probar suerte aquí; anhelo una vida libre y estable. Además, ya es tiempo de mandar a mi hijo al colegio secundario. Ha crecido. Me he recon­ciliado con mi mujer ¿sabe?
-¿Y dónde está ella? -preguntó Oleñka.
-Está en una hostería, junto con mi hijo, mientras yo ando buscando un apartamento.
-Dios mío, ¿y por qué no toma mi casa? ¿Acaso no sirve para vivir? Ay Dios, si yo no pienso cobrarles... -agitóse Oleñka y volvió a llorar. Ustedes vivirán aquí... para mí es suficiente el pabellón. ¡Qué alegría, Dios mío!
Al día siguiente ya estaban pintando el techo y blan­queando las paredes de la casa y Oleñka, en jarras, an­daba por el patio dando órdenes. Su rostro estaba ilu­minado por su antigua sonrisa, y toda ella parecía ani­mada y remozada, como si se hubiera despertado de un largo sueño. Llegó la mujer del veterinario, una dama flaca y fea, de cabellos cortos y cara caprichosa, acom­pañada de Sasha, un niño regordete, de claros ojos azu­les, con hoyuelos en lás mejillas, y cuya poca estatura no correspondía a su edad (tenía nueve años cumplidos). Y apenas entró en el patio, el chicuelo se puso a correr tras la gata y no tardó en oírse su risa alegre.
-¡Tía!... ¿Es suya esta gata? -preguntó a Oleñka.
Cuando tenga cría, regálenos, por favor, un gatito. Ma­má tiene mucho miedo a los ratones.
Oleñka conversó con él, le hizo tomar el té y sintió de repente que entraba un calor agradable en su pecho y que su corazón se oprimía dulcemente como si el chi­quillo fuese su hijo. Y cuando, por la tarde, él estaba haciendo los deberes en el comedor, ella lo miraba con ternura, susurrando:
-Palomito mío... lindito... ¡Chiquillo mío, qué inteli­gente que eres, qué blanquito!
-Se llama isla una porción de tierra -leyó el chico-­ rodeada de agua por todas partes.
-Se llama isla una porción de tierra... -repitió ella, y era ésta la primera opinión suya expresada con segu­ridad, después de tantos años de silencio y de vacío en la mente.
Y ya tenía sus opiniones y durante la cena conversaba con los padres de Sasha acerca de la dificultades que los niños tenían ahora para estudiar en los colegios, re­calcando que, a pesar de todo, la instrucción clásica era mejor que la profesional, por cuanto el colegio ofrecía todas las perspectivas: uno podía estudiar luego lo mis­mo para médico que para ingeniero.
Sasha empezó a ir al colegio. Su madre había ido a Karkov, para visitar a su hermana y no volvía; su padre partía todos los días a inspeccio-nar rebaños y solía pasar afuera varios días, y le parecía a Oleñka que Sasha que­daba completa-mente abandonado, que era un extraño en casa de sus padres y que moría de hambre; y ella lo trasladó a su pabellón y (lo acomodó allí en una pequeña habitación.
Hace ya medio año que Sasha vive en su casa. Todas las mañanas Oleñka entra en su cuarto, el niño duerme profundamente, sin respirar, apoyando la mejilla en una mano. Le da lástima despertarlo.
-¡Sasheñka! -le dice tristemente. ¡Levántate, palo­mito! Es hora de ir al colegio.
El muchacho se levanta, se viste, dice una oración y se sienta a tomar el té; bebe tres vasos de té y come dos rosquillas y la mitad de un pan francés con manteca. Aún no se ha despertado del todo y está de mal humor.
-Sásheñka, no conoces la fábula de memoria; no la has aprendido bien -dice Oleñka y lo mira de tal ma­nera, como si lo despidiera para un largo camino-. Estoy preocupada por ti. Trata de estudiar bien, palomi­to... Hay que obedecer a los profesores.
-¡Ya lo sé, ya lo sé! -dice Sasha.
Luego él va por la calle al colegio, pequeñito, pero con una gorra grande y con un cartapacio a la espalda. Tras él camina sigilosamente Oleñka.
-¡Sásheñka-a! -lo llama.
Él se vuelve y ella le pone en la mano un dátil o un caramelo. Al doblar por el callejón en que está el cole­gio, el chico siente vergüenza de ser acompañado por una mujer alta y corpulenta; vuelve la cabeza y dice:
-Vuelve a casa, tía; ahora ya llegaré solo.
Ella se detiene y lo sigue cón la mirada, sin pesta­ñear hasta que el chicuelo desaparece en la entrada del colegio. ¡Ah, cómo lo quiere! Entre sus cariños anterio­res ninguno había sido tan profundo; nunca su alma se había sometido de manera tan desisteresada, tan abne­gada y tan placentera como ahora, al tomar cada vez más incremento su sentimiento maternal. Por este chi­quillo, que le era extraño, por los hoyuelos de sus me­jillas, por su gorra, ella daría su vida, la daría con satis­facción, con lágrimas de alegría. ¿Porqué? Vaya uno a saber por qué...
Después de acompañar a Sasha al colegio, regresa a casa, sin apresurarse, satisfecha, sosegada, llena de amor; su rostro, rejuvenecido en el último año y medio, sonríe, radiante; los transeúntes, mirándola, sienten satisfacción y le dicen:
-¡Buenas días, Olga Serniónovnal ¿Cómo le va, amorcito?
-Ahora ya no es tan fácil estudiar en el colegio -cuenta ella en el mercado. Figúrese, ayer, en primer año mandaron tantos deberes: una traducción del latín, un problema y una fábula de memoria... ¿Acaso es fácil para un chico?
Y ella se pone a hablar de los deberes, de los profe­sores, de las manuales, diciendo lo mismo que dice Sasha.
Después de las dos almuerzan juntos; al anochecer, juntos hacen los deberes y lloran. Acostándolo en la cama, lo santigua largamente y susurra una oración; luego, acostada ella misma, piensa en aquel lejano y nebuloso futuro en que Sasha, terminados sus estudios, será médico o ingeniero, tendrá una gran casa propia, caballos y carruajes; se casará y tendrá hijos... Ella se duerme, pensando siempre en lo mismo, y de sus ojos cerrados se asoman las lágrimas y se deslizan por las mejillas. Y la gatita negra está recostada cerca de ella y ronronea:
-Mur.., mur... mur...
De repente se oyen fuertes golpes en el portón. Oleñka se despierta y el miedo le corta la respiración; su cora­zón late con fuerza. Pasa medio minuto y vuelven a re­sonar los golpes.
«Debe ser un telegrama de Karkov -piensa ella y todo su cuerpo empieza a temblar. La madre quiere que Sasha vaya a vivir con ella, en Karkov... ¡Dios mío!
Está presa de desesperación; la cabeza, los pies y las manos se le ponen fríos y, al parecer, en todo el mundo no hay persona más desdichada que ella. Pero transcurre un minuto más, se oyen voces: es el veterinario que re­gresó del club.
«Ah bueno, no es nada, gracias a Dios» -piensa ella.
Poco a poco cae el peso de su corazón y vuelve a sen­tirse bien; se acuesta y piensa en Sasha, quien duerme profundamente en la habitación vecina y, de vez en cuan­do, dice en sueños:
-¡Te voy a dar! ¡Véte! ¡No me toques!

1.014. Chejov (Anton)





[1] Octaba clase en la escala jerárquica civil rusa.

[2] Sopa de remolacha, col y otras verduras.